Ayer tuvimos que decir "adiós" de nuevo. Y no, uno no se acostumbra.
En nuestro refugio llevaba ya mucho tiempo una perrita muy especial a la que llamábamos "Mamá Sade". Era una cachorra eterna, de orejas muy largas, ojos profundos y un sorprendentemente suave pelo blanco y marrón canela.
Hace ya tiempo que su riñón empezó a fallar, y los problemas no tardaron. Poco a poco su cuerpecito empezó a fallar, y en los últimos meses Mamá Sade fue perdiendo su energía. Ella tenía en su interior a un cachorrillo que quería jugar, e incluso cuando su cuerpo empezó a rendirse, movía su rabito dentro del canil y trataba de salir a llenarte de mimos. Pero no podía. Y ayer, después de mucho luchar (tanto ella como nosotros), nos dejó.
No, uno no se acostumbra. Cada vez que uno de nuestros peludos nos deja, se nos parte un trocito del alma. Cada vez que uno de ellos se va, sin haber encontrado una familia, sentimos que el mundo es injusto. Porque Mamá Sade se merecía una familia que quisiese acariciar sus largas orejotas, sacarla a pasear al sol que tanto le gustaba y premiarla cada día con todo el amor del mundo.
Lo merecen ella y todos los perros del refugio. Cada uno de ellos merece un hogar, una familia. Cada uno de ellos tiene el derecho de ser feliz. Y nosotros tenemos el deber de intentar conseguirlo. No dejemos que ni un peludo más se vaya sin encontrar un hogar.
Por Mamá Sade, que nos enseñó que, aún cuando el cuerpo se rinde, la ilusión es lo último que se pierde.
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